Unas horas después, algo muy parecido a la felicidad nos tenía
totalmente sumidos en la euforia. Hubo abrazos, tiros al aire... la
gente quería aullar y reír, como si la amargura de la guerra fuese
una costra que uno pudiera sacudirse a los saltos. Las botellas de
alcohol pasaron de la oscura proscripción a la absoluta
reglamentariedad; hombres y mujeres, subalternos y oficiales
conformaron una masa sin galones, rangos, ni categorías. Habíamos
sido perdonados por la historia y el destino, teníamos el privilegio
de ver una paz que pensábamos que nunca llegaría. Muchos, quizás
demasiados, no habían tenido tanta suerte, así que era un poco un
segundo nacimiento, un aumentar las posibilidades de vivir y quizás,
algún día, de ser feliz.
Chorros de luz y sonido se dispararon en todas direcciones. El
asqueroso caserío regresaba por última vez de entre las sombras de
la muerte con la alegría pletórica de los supervivientes.
Yo también me sumé, me dejé
arrastrar por aquella vorágine de brazos apuntando al cielo y de
pies sacudiendo el polvo rojo de los patios abandonados. Reconozco
que fue fantástico sentirse disuelto en la alegría colectiva, una
especie de sedante para el alma. Pero luego de un rato, no sé si
por la terrible calidad del beberaje o por mi maldita costumbre de
siempre buscarle la quinta pata al gato, todo aquello comenzó a
parecerme irreal...y la alegría empezó a desvanecerse. Una una
extraña mezcla de rabia y decepción acabó alejándome de la
fiesta, rumbo a una arboleda, dando tumbos, medio ciego por el
maldito vino de arroz. Mi cerebro empezó a escupir preguntas como
una ametralladora.
¿Que diablos estábamos festejando
en realidad?
¿Dónde estaban los que se habían
llevado mi mundo, los que me habían condenado tras un fusil siete
terribles años?
¿Dónde estaba el enemigo
humillado, dónde sus ciudades en llamas?
¿Qué clase de victoria era esa que
no parecía estar derrotando a nadie?
¿Se había ganado algo además de
pérdidas y renuncias?
¿Podía aquel largo acto de horror
terminar así, como quien aprieta un botón y ya? ¿Cómo conseguía
uno tragarse eso allí, rodeado de pastos y bichos?
Más allá de ese cóctel de borrachera y estupidez filosófica, en
el mundo real, la paz estaba salvando, en ese preciso instante, miles
vidas de un holocausto inútil. Veinticuatro millones de víctimas es
un precio bastante alto por la supervivencia de una nación. No hacía
falta ni un sólo muerto más. La paz traía una época diferente.
Habría espacio para nuevos sueños y proyectos, habría más tiempo
para volver a intentar mejorar el mundo, sin la interrupción de
obuses o de bombas. Generaciones enteras de padres podrían ver
crecer a sus hijos y, con un poco de suerte, los hijos conseguirían
ver envejecer a sus padres. Todo era ganancia, al fin de cuentas.
Pero el alcohol tiene la mala costumbre de disolver los viejos
tapones de las viejas heridas, haciendo que la amargura te salga por
las orejas.
Tuve que reconocer que yo, el suboficial mayor Matheus Vinterjaüs,
había entrado a la guerra por una cuestión totalmente personal y
este final tan pulcro, tan de firmas y apretones de manos, no me
satisfacía en lo más mínimo. “Se han rendido, joder,” repetía
mentalmente una y otra vez, como un disco rayado, “se han rendido
los muy cabrones, pero yo no lo he visto, no he visto una mierda de
nada, malditas ratas, no me han dejado aplastarlas”.
Caminé en círculos profiriendo incoherencias hasta que la cabeza
empezó a pesarme más que el cuerpo y tuve que dejarme caer sobre
una caja de munición vacía.
Sentí también una especie de vergüenza estrujándome el alma, la
lenta presión de una boa que sabes que no se detendrá. Tenía un rencor que me quemaba desde hacía mucho y eso era algo
que me había roto y salvado a la vez, que había tenido mucho que ver con
estar ahora allí, de pie. Estar absolutamente seguro de que
lo menos humano de ti fue lo que te ayudó a salvar el pellejo, le quita
mucho encanto a la supervivencia.
Ya no pude más.
Hundí la cara entre mis manos y lloré en silencio; las lágrimas
abrieron surcos de calor en mis mejillas.
En algún momento el dolor remitió y un inmenso vacío, un caerse por dentro hacia ninguna parte desplazó todo lo demás.
En algún momento el dolor remitió y un inmenso vacío, un caerse por dentro hacia ninguna parte desplazó todo lo demás.
Siete años de coqueteo con la muerte y ahora la vida parecía tan
amenazante, tan espantosamente llena de desconocidas posibilidades.
Lloré como si no importase nada más.
Entonces, cual ladrones, las palabras del
poeta Djaal3
se colaron en mi mente hasta sonar como un timbal: “tú,
que sólo sabes vivir en el infierno, ahora que el infierno se ha
desaparecido ¿a dónde irás?”
4
Djaal, Gustaf (4755-4823): renombrado poeta al que se le
atribuye la creación del movimiento “sensitivista”. Junto a
Cannila Metre y a Pol Praüs formaron lo que hoy conocemos como “el
triángulo de plata” de la poesía nacional.