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viernes, 14 de mayo de 2010

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La guerra se había acabado, pero nosotros aún no lo sabíamos.

Muy por encima de nuestras cabezas el cielo empezaba a desteñirse. A lo lejos, enmarcado entre dos postes telefónicos, un sol envejecido capitulaba silenciosamente en el horizonte. El día se arrastraba hacia su fin, las sombras se alargaban, esponjosas e imparables, un silencio fúnebre comenzaba apoderarse de todo, apretándote el alma hasta convertirla en un pajarillo tembloroso.
A medida que se acercaba la oscuridad, aumentaba mi ansiedad.
Siempre detesté el ocaso.

Sin nada mejor que fumar y rumiar ideas, intentaba encontrar la forma de agenciarme una de esas botellas de vino de arroz que Ughas, el cocinero del batallón, destilaba furtiva y exitosamente. (Bueno, llamarle vino a aquel brebaje áspero e infernal era cuando menos, aventurado; porque aquello bajaba quemando y rompiendo todo lo que encontraba a su paso).
Desgraciadamente, el bigotudo y grasiento Ughas había puesto sus precios por las nubes y yo no andaba muy sobrado de efectivo últimamente.
Aun así estaba dispuesto a poner en sus asquerosas manos mi salud y mi economía por una buena razón: no había medicina en la tierra que me hiciese dormir como aquel licor demoníaco. El tercer vaso era el equivalente a una coz de mula en la cabeza.

Desde hacía dos semanas el insomnio me estaba haciendo la vida amarga.
No habían disparos, ni llovían obuses, ni nada, pero yo no lograba conciliar el sueño y eso me estaba afectando.
Esa noche no me tocaba guardia y sólo pensar en desvelarme una vez más en aquel sitio me ponía la piel de gallina; por alguna maldita razón estar allí me había empezado dar un repelús insoportable.
Y para un tipo como yo, que ha dormido entre pilas de cadáveres, era algo cuando menos curioso.
Según Viggs, experto en neurología básica, con tanto combate se me habían soltado un par de cables en el coco. Su opinión profesional era que “estaba como una puta chotacabra”.
Yo me defendí argumentando que, de ser así, nadie en todo el regimiento pegaría un ojo.
Daba igual.
Fuera como fuese, necesitaba alejarme mentalmente de aquel desolado villorrio, de ese mísero punto en el mapa, de sus ochenta kilómetros de nada alrededor, de su ondulada monotonía de pastizales resecos, salpicada de cabras malhumoradas y vacas como esqueletos forrados.
A ese caserío sin nombre ya no le quedaban ni fantasmas y yo no paraba de preguntarme si habría sido algo peor que la guerra la causa de tanta desolación.
Algunas noches, cuando conseguía dormir unos minutos, despertaba con la espantosa sensación de que en cualquier momento sería absorbido por ese pueblo maldito, que me convertiría en otro suspiro, en otro espectro perdido, disuelto entre paredes rotas y ventanas vacías.
Precisaba desesperadamente un puente, un trampolín con el que escapar. Necesitaba caer en mi sobre de dormir y sentir el delicioso abandono de la inconsciencia.

Aun hoy me sorprendo al recordar que, de todas las cosas horribles de las que había sido testigo, a mi lo que me daba más miedo ese día era un simple pueblo abandonado.

Igual el diagnóstico de Viggs era más acertado de lo que yo me atrevía a admitir.