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La guerra se había acabado, pero nosotros aún no lo sabíamos.
A medida que se acercaba la oscuridad, aumentaba mi ansiedad.
Siempre detesté el ocaso.
Sin nada mejor que fumar y rumiar ideas, intentaba encontrar la forma
de agenciarme una de esas botellas de vino de arroz que Ughas, el
cocinero del batallón, destilaba furtiva y exitosamente. (Bueno,
llamarle vino a aquel brebaje áspero e infernal era cuando menos,
aventurado; porque aquello bajaba quemando y rompiendo todo lo que
encontraba a su paso).
Desgraciadamente, el bigotudo y grasiento Ughas había puesto sus
precios por las nubes y yo no andaba muy sobrado de efectivo
últimamente.
Aun así estaba dispuesto a poner en sus asquerosas manos mi salud y
mi economía por una buena razón: no había medicina en la tierra
que me hiciese dormir como aquel licor demoníaco. El tercer vaso era
el equivalente a una coz de mula en la cabeza.
Desde hacía dos semanas el insomnio me estaba haciendo la vida
amarga.
No habían disparos, ni llovían obuses, ni nada, pero yo no lograba
conciliar el sueño y eso me estaba afectando.
Esa noche no me tocaba guardia y sólo pensar en desvelarme una vez
más en aquel sitio me ponía la piel de gallina; por alguna maldita
razón estar allí me había empezado dar un repelús insoportable.
Y para un tipo como yo, que ha dormido entre pilas de cadáveres, era
algo cuando menos curioso.
Según Viggs, experto en neurología básica, con tanto combate se me
habían soltado un par de cables en el coco. Su opinión profesional
era que “estaba como una puta chotacabra”.
Yo me defendí argumentando que, de ser así, nadie en todo el
regimiento pegaría un ojo.
Daba igual.
Fuera
como fuese, necesitaba alejarme mentalmente de aquel desolado
villorrio, de ese mísero punto en el mapa, de sus ochenta kilómetros
de nada alrededor,
de su ondulada monotonía de pastizales resecos, salpicada de cabras
malhumoradas y vacas como esqueletos forrados.
A ese caserío sin nombre ya no le quedaban ni fantasmas y yo no
paraba de preguntarme si habría sido algo peor que la guerra la
causa de tanta desolación.
Algunas noches, cuando conseguía dormir unos minutos, despertaba con
la espantosa sensación de que en cualquier momento sería absorbido
por ese pueblo maldito, que me convertiría en otro suspiro, en otro
espectro perdido, disuelto entre paredes rotas y ventanas vacías.
Precisaba desesperadamente un puente, un trampolín con el que
escapar. Necesitaba caer en mi sobre de dormir y sentir el delicioso
abandono de la inconsciencia.
Aun hoy me sorprendo al recordar que, de todas las cosas horribles de
las que había sido testigo, a mi lo que me daba más miedo ese día
era un simple pueblo abandonado.
Igual el diagnóstico de Viggs era más acertado de lo que yo me
atrevía a admitir.