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martes, 25 de mayo de 2010

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Sentí una punzada caliente entre los dedos y el cigarrillo salió disparado en dirección desconocida acompañado de un buen juramento. El dolor me había devuelto a aquel viejo Huk y a sus remaches taladrándome las nalgas. Ajniöl había dejado de ametrallar el aire con palabras y Viggs ya no rascaba el bote de judías. Mientras soplaba mis dedos, apareció el musculoso corpachón uniformado del capitán Derragër, como un mal recuerdo en un día bonito.

Derragër no era demasiado querido en el batallón.

Corrijo, no era nada querido en el batallón.
Todos, alguna vez, habíamos acariciado la idea de acabar con él de una forma lenta y dolorosa. Extraoficialmente, se le conocía como “Capitán Sacaculo”, ya que poseía una extraordinaria habilidad para poner su trasero a salvo. Derragër era un gran devoto de sí mismo, no le importaba fastidiarle la vida a nadie si eso le beneficiaba y quedarse con el mérito de otros no le causaba ningún conflicto. Acumulaba un verdadero récord de informes levantados en su contra, informes que alguien, haciendo la vista gorda, archivaría en algún oscuro rincón de la burocracia militar.

Personalmente, nunca entendí cómo se había librado del “önchdud”3, siendo como era, un hijo de puta de mucho cuidado.



Yo ni siquiera me molesté en bajar de mi sitio para cuadrarme como correspondería ante un superior pero él hizo como que no se daba cuenta (seguramente porque entre nosotros había un asunto pendiente que él no tenía demasiado interés en aclarar, así que me evitaba todo lo que podía).

Saludamos sus galones con el automático desprecio de siempre, esperanzados en que su visita durase tanto como una meada en una carretera caliente y pudiésemos seguir con nuestras vidas ya lo bastante miserables, por cierto, como para encima tener que soportar su presencia. Pero ese día se había quedado allí, clavado como un poste ante nosotros.



“Esto no puede ser bueno”, pensé girando la cabeza hacia Viggs con la ilusión de entender algo de todo aquello, pero él me devolvió una cara de “¿y a este pájaro que le pasa?” para luego mirar al Orejas, quien a modo de respuesta torció los labios y se encogió de hombros.

Un fuerte carraspeo interrumpió nuestro lenguaje facial. Nuestro amado capitán infló su enorme tórax para luego soltarnos un breve y mal ensayado discurso con el que nos puso al tanto de que la guerra había acabado. Casi sin creérmelo escuchaba cómo el monstruo había dado sus últimos pataleos sobre una mesa rodeada de generales y fotógrafos, cómo el otrora orgulloso enemigo, había firmado su humillante rendición incondicional.

Se ha terminado toda esta mierda caballeros –concluyó Derragër, con fingida solemnidad –, seréis desmovilizados con carácter inmediato. Continúen.

Saludó brevemente, giró sobre sus enormes y relucientes botas y salió presuroso rumbo a otro grupo de soldados, seguramente para repetir su numerito, oscilando lo brazos igual que en una parada militar, como si las fuerzas celestiales lo hubiesen designado nuestro ángel mensajero de la paz.

Para una noticia buena, tenía que dárnosla un hijoeputa – reflexionó Viggs, tan lacónico como siempre.

Tanto músculo sólo para sostener los huesos de un cobarde – remató Ajniöl escupiendo el suelo.

Por unos instantes los tres nos quedamos en silencio.



Sí, era cierto que el rumor del armisticio llevaba un tiempo serpenteando entre nosotros, pero después de algunos meses había agotado gran parte de su credibilidad, por no decir que había desaparecido completamente. Tampoco era la primera vez que escuchábamos historias parecidas. Siete años de guerra dan para muchos amagos de paz y más de uno recibió un tiro en la cabeza por confiarse demasiado (lo que demuestra que no sólo de ilusiones se vive, también se muere).

Como buenos veteranos permanecíamos fieles a la eterna consigna con la que burlábamos a la muerte una y otra vez: el ddt (desconfiar-de-todo). Así que nos reíamos de los rumores y nunca dejábamos de aceitar nuestras armas o de buscar la silueta del enemigo entre las sombras. Todo parece más fácil cuando haces de la desesperanza tu último refugio. De esa forma nos manteníamos alertas y lejos de riesgos innecesarios.

Cuando ya no esperas salir vivo de una situación te aferras al instante, al momento, al segundo. Llega a volverse una experiencia casi religiosa, hay algo de enfermiza plenitud en ella. “Terminará cuando termine” solíamos decir, “ tú ocúpate de que tu arma no se encasquille”.



Ahora ya no cabían dudas: Derragër le había puesto el sello oficial. Esa paz que habíamos intentado desterrar de nuestras mentes estaba allí, ante nuestras narices y por un momento fue como si ya nada pudiese hacernos daño nunca más, como acariciar la inmortalidad.

Pero,...¿qué cojones nos importa Sacaculo? ¡La guerra ha terminadoooo!­ – dije yo saltando sobre ellos, para acabar los tres en el suelo, riéndonos como críos, fundidos en un abrazo que nunca olvidaré.



3 Önchdud: en antiguo dakk, “muerte accidental”, término usado en tiempos de guerra para designar el asesinato encubierto de un oficial que la tropa consideraba una amenaza seria para su seguridad. Esto siempre fue negado por los portavoces del ejército.

viernes, 21 de mayo de 2010

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Pero yo no era el único que estaba perdiendo la chaveta.

Flotaba en el aire un descontento generalizado, una profunda sensación de aislamiento y abandono.

Cualquier sargento o suboficial que se precie, sabe que no hay sentimiento más incendiario para un soldado que tener la convicción de que su propio ejército se ha olvidado de él.

Así que llegamos a un acuerdo para alternar nuestra presencia en la tienda de campaña de los mandos superiores, en busca de algún dato con el que poder mejorar el ánimo de la tropa.

Lo único que conseguimos fue una frase monocorde, irritante como un disco rayado: “estamos esperando órdenes”.

Al principio pensamos que nos escamoteaban la información, pero luego empezamos a sospechar que ni ellos mismos tenían la más remota idea de lo que pasaría con nuestra unidad.



Una aciaga mañana, Mishka, una fornida servidora de ametralladora (le llamábamos “La Osa Mayor”), esperó a que pasase nuestro comandante para soltar: “¡cómo me gustaría pillar al chupatintas que un día pinchó un mapa con la banderita de nuestro regimiento y nos mandó al mismísimo culo del mundo!”.

El comandante, que no era comandante porque le faltase mala leche, la puso bajo arresto con efecto inmediato.

Dos polis militares aparecieron como por arte de magia para detenerla.

Mishka era la una de las mujeres más jodidas que he conocido en toda mi vida. Era capaz de disparar una ametralladora con una mano y estrangular a un tío con la otra (de hecho algunos relatos lo confirmarían). Dos veces condecorada con el Dragón de Bronce2.

Cuando los “PM” se acercaron, la pregunta que todos nos hicimos fue “¿cuánto tardarán en morder el polvo?”.

Fueron necesarios tres “PM” más y todo porque la dulce Mishka decidió que ya se había divertido lo suficiente, si no habría continuado repartiendo guantazos toda la tarde.

“La Osa” acabó comiéndose 36 horas de calabozo.

A su salida la esperaron sus compañeros de escuadrón con aprobatorias palmadas en la espalda. Mishka sonreía sin dejar de morder ese puro que parecía una salchicha a medio devorar (ese puro que nunca se apagaba ni se consumía y que, según una teoría, moría cada noche para resucitar en la boca de “La Osa” a la mañana siguiente) .

El comandante no presentó ningún expediente disciplinario, algo que realmente se ganó nuestro respeto.



Definitivamente, todos queríamos descansar del combate.

Aquella mierda de guerra había durado más de lo humanamente razonable... si es que puede vincularse algo humano y razonable a cualquier guerra.

Pero el cambio había sido muy brusco, sin tener en cuenta para qué estábamos hechos, para qué habíamos sido entrenados.

Sólo a un idiota podría ocurrísele sacar a dos batallones (algo más de 2000 efectivos) del centro mismo del infierno y ponerlos allí, sin otra cosa que rascarse y pensar. El cerebro humano no funciona con esa velocidad de adaptación.

Éramos la élite de la infantería, éramos el 117º de fusileros de Ulvengard.

Solía decirse que “donde un soldado normal moja sus pantalones, un fusilero del 117º empieza a ponerse cachondo”.

Y allí estábamos, apostados en el medio de la nada.



Un simple paseo por ese campamento y te cruzabas con algunos de los combatientes más decididos y feroces que nuestra tierra había parido. Personas templadas en las situaciones más comprometidas, que le habían ganado el pulso a la muerte, que lo habían dado todo porque sabían que perder significaba el exterminio o la esclavitud.

Sin embargo, luego de dos meses de inactividad total, algunos de esos guerreros y guerreras que habían brillado en la batalla, comenzaron a pasearse con la mirada perdida y el gesto opaco, bamboleándose de aquí para allá, como un león en una jaula del zoo.



Presas de la incertidumbre, muchos empezaron a desear volver al combate.

Muchos habían pasado su adolescencia si conocer otra cosa que la lucha, medrando entre cajas de munición y raciones de combate. Para ellos, la idea de la diversión era un cigarrillo luego de haber vuelto vivos de una patrulla.

Si hay algo más vergonzoso que una guerra es una guerra larga, y esta lo había sido. Generaciones enteras habían sido devoradas o mutiladas.

“Ojalá nos bombardearan o algo” escuché una mañana al salir de la letrina. Al mirar hacia atrás vi un soldado de no más de 19 años. En su rostro llevaba el gesto del cansancio eterno, de una vejez prematura enfundada en una piel sin arrugas.

No sería el último comentario de ese tipo que llegaría a mis oídos.

Pronto los altercados empezaron a volverse más frecuentes. Habían discusiones y peleas por casi cualquier estúpido motivo.

La moral estaba por los suelos.



2 Dragón de Bronce: medalla al valor en combate, concretamente por “acciones decisivas en la concreción de un objetivo militar bajo fuego enemigo, en clara desventaja o poniendo en riesgo la propia vida”. Existe en su versión Bronce, Plata y Oro, dependiendo de la característica de la acción o por acumulación de condecoraciones anteriores, es decir, tres Dragones de Bronce determinan la asignación de un Dragón de Plata, y dos de Plata un Dragón de Oro. En dos siglos de existencia de esta medalla, sólo se han entregado ocho Dragones de Oro.






viernes, 14 de mayo de 2010

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La guerra se había acabado, pero nosotros aún no lo sabíamos.

Muy por encima de nuestras cabezas el cielo empezaba a desteñirse. A lo lejos, enmarcado entre dos postes telefónicos, un sol envejecido capitulaba silenciosamente en el horizonte. El día se arrastraba hacia su fin, las sombras se alargaban, esponjosas e imparables, un silencio fúnebre comenzaba apoderarse de todo, apretándote el alma hasta convertirla en un pajarillo tembloroso.
A medida que se acercaba la oscuridad, aumentaba mi ansiedad.
Siempre detesté el ocaso.

Sin nada mejor que fumar y rumiar ideas, intentaba encontrar la forma de agenciarme una de esas botellas de vino de arroz que Ughas, el cocinero del batallón, destilaba furtiva y exitosamente. (Bueno, llamarle vino a aquel brebaje áspero e infernal era cuando menos, aventurado; porque aquello bajaba quemando y rompiendo todo lo que encontraba a su paso).
Desgraciadamente, el bigotudo y grasiento Ughas había puesto sus precios por las nubes y yo no andaba muy sobrado de efectivo últimamente.
Aun así estaba dispuesto a poner en sus asquerosas manos mi salud y mi economía por una buena razón: no había medicina en la tierra que me hiciese dormir como aquel licor demoníaco. El tercer vaso era el equivalente a una coz de mula en la cabeza.

Desde hacía dos semanas el insomnio me estaba haciendo la vida amarga.
No habían disparos, ni llovían obuses, ni nada, pero yo no lograba conciliar el sueño y eso me estaba afectando.
Esa noche no me tocaba guardia y sólo pensar en desvelarme una vez más en aquel sitio me ponía la piel de gallina; por alguna maldita razón estar allí me había empezado dar un repelús insoportable.
Y para un tipo como yo, que ha dormido entre pilas de cadáveres, era algo cuando menos curioso.
Según Viggs, experto en neurología básica, con tanto combate se me habían soltado un par de cables en el coco. Su opinión profesional era que “estaba como una puta chotacabra”.
Yo me defendí argumentando que, de ser así, nadie en todo el regimiento pegaría un ojo.
Daba igual.
Fuera como fuese, necesitaba alejarme mentalmente de aquel desolado villorrio, de ese mísero punto en el mapa, de sus ochenta kilómetros de nada alrededor, de su ondulada monotonía de pastizales resecos, salpicada de cabras malhumoradas y vacas como esqueletos forrados.
A ese caserío sin nombre ya no le quedaban ni fantasmas y yo no paraba de preguntarme si habría sido algo peor que la guerra la causa de tanta desolación.
Algunas noches, cuando conseguía dormir unos minutos, despertaba con la espantosa sensación de que en cualquier momento sería absorbido por ese pueblo maldito, que me convertiría en otro suspiro, en otro espectro perdido, disuelto entre paredes rotas y ventanas vacías.
Precisaba desesperadamente un puente, un trampolín con el que escapar. Necesitaba caer en mi sobre de dormir y sentir el delicioso abandono de la inconsciencia.

Aun hoy me sorprendo al recordar que, de todas las cosas horribles de las que había sido testigo, a mi lo que me daba más miedo ese día era un simple pueblo abandonado.

Igual el diagnóstico de Viggs era más acertado de lo que yo me atrevía a admitir.

martes, 11 de mayo de 2010

LA PATRULLA DEL INFIERNO 1er capitulo

La Patrulla del Infierno



Parte I

Nuestra vida se cimenta en la muerte de otros”
Leonardo Da Vinci

capítulo 1

La paz que nunca se firma

1

El día en que nos avisaron que la guerra había terminado yo estaba sentado sobre el chasis calcinado de un Huk-39 1, viendo cómo mi cigarrillo se convertía en una larga tripa de cenizas a punto de caer.
A mi derecha estaba Viggs, cabo primero de granaderos, rascando minuciosamente el fondo de una lata de judías con carne y, un poco más atrás, como una radio que se mantiene encendida sólo para matar el silencio, estaba el alférez mayor Ajniöl, “El Orejas”, contando no se qué de una chica rubia de alguna parte del sur.

Claudius P. Viggs era todo un personaje. En el regimiento sólo se le conocían tres estados: durmiendo, disparando y comiendo.
Dormir y disparar se le daban de maravilla. Yo mismo lo había visto roncar a pierna suelta en pleno bombardeo y, en otra ocasión, como metía un tiro limpio a través de una ventana a 25 metros con su lanzagranadas LG4, casi sin apuntar.
Pero en lo de comer era un verdadero prodigio. Su boca parecía estar siempre masticando algo. Estoy convencido que de haberlo soltado en la retaguardia enemiga los habría obligado a retroceder por falta de suministros.
Anécdotas aparte, cuando las cosas se ponían feas, siempre agradecías que Viggs estuviese en tu trinchera.

Dann Ajniöl y yo nos habíamos conocido años atrás, cuando llegó al frente sustituyendo a nuestro jefe de compañía, el teniente segundo Millhan, muerto en el sitio de Joseffsburgo.
En esa época, la escasez de oficiales hacía que el Alto Mando destinase a primera línea a todo el que sacaba un pié de la academia militar, método que les aseguraba un billete de regreso a casa con los pies por delante.
Inexpertos, totalmente desorientados, aquellos chiquillos no duraban un suspiro en el frente. Así que una y otra y otra vez se repetía la macabra ceremonia de rellenar las plazas con hombres y mujeres sin la madurez militar necesaria para sobrevivir una semana.
A ese interminable proceso le llamábamos, afectuosamente, “la moledora de carne”.

Los novatos eran sorprendidos por una brutalidad para la que ningún aula puede prepararte. Llegaban al corazón de un caos que estaba deseando comérselos y lo peor era que estaban solos. Porque nadie se les acercaba demasiado, la tropa los consideraba un imán para las balas y otras desgracias; la mayoría de veteranos apenas si les hablaban, ni siquiera se molestaban en aprender sus nombres, se los trataba como si hubiesen muerto nomás al llegar. ¿Para qué molestarte en saber nada de alguien que en breves sería reemplazado por otro rostro lívido, por otro par de ojos desorbitados?
Bastaba con informar que el o la nueva, habían caído.

En el caso de Ajniöl, le había tocado bailar con la más fea. No sólo estaba verde como una lechuga, sino que lo ponían a cargo de la compañía con más bajas del regimiento, en medio de una de las operaciones más sangrientas de la campaña de otoño. Si nadie le echaba una mano, sus expectativas de supervivencia podían medirse en horas. Cualquier soldado dirá que el plato favorito de la guerra son los novatos.
Yo ya había visto lo que le pasaba a otras compañías con un oficial imberbe a cargo y no me hacía ninguna gracia, así que tomé una decisión práctica. En cuanto pude, lo llevé a un rincón tranquilo y le dejé clara la situación.
Conseguimos llegar a un acuerdo: él se olvidaba de que era mi superior y yo le enseñaba a mantenerse de una pieza y a no arriesgar inútilmente la vida de sus hombres.
Mi apuesta resultó buena.
No tardó mucho en convertirse en un verdadero guerrero.
Poco a poco fui dejando el papel de niñera, hasta convertirnos en grandes amigos.


1 Huk-39: vehículo todo terreno de reconocimiento, ejército tzusbeko, de cuatro ruedas, seis plazas y un emplazamiento para ametralladora en el techo.


lunes, 10 de mayo de 2010

A ver como sale esto

Tengo intención de compartir mi relato con vosotros y disfrutar juntos en un mundo imaginario, aunque por momentos no tan imaginario como todos quisiéramos...
Hice una pequeña ilustración para el encabezado del blog, espero os guste...