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miércoles, 14 de noviembre de 2012

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Unas horas después, algo muy parecido a la felicidad nos tenía totalmente sumidos en la euforia. Hubo abrazos, tiros al aire... la gente quería aullar y reír, como si la amargura de la guerra fuese una costra que uno pudiera sacudirse a los saltos. Las botellas de alcohol pasaron de la oscura proscripción a la absoluta reglamentariedad; hombres y mujeres, subalternos y oficiales conformaron una masa sin galones, rangos, ni categorías. Habíamos sido perdonados por la historia y el destino, teníamos el privilegio de ver una paz que pensábamos que nunca llegaría. Muchos, quizás demasiados, no habían tenido tanta suerte, así que era un poco un segundo nacimiento, un aumentar las posibilidades de vivir y quizás, algún día, de ser feliz.

Chorros de luz y sonido se dispararon en todas direcciones. El asqueroso caserío regresaba por última vez de entre las sombras de la muerte con la alegría pletórica de los supervivientes.

Yo también me sumé, me dejé arrastrar por aquella vorágine de brazos apuntando al cielo y de pies sacudiendo el polvo rojo de los patios abandonados. Reconozco que fue fantástico sentirse disuelto en la alegría colectiva, una especie de sedante para el alma. Pero luego de un rato, no sé si por la terrible calidad del beberaje o por mi maldita costumbre de siempre buscarle la quinta pata al gato, todo aquello comenzó a parecerme irreal...y la alegría empezó a desvanecerse. Una una extraña mezcla de rabia y decepción acabó alejándome de la fiesta, rumbo a una arboleda, dando tumbos, medio ciego por el maldito vino de arroz. Mi cerebro empezó a escupir preguntas como una ametralladora.

¿Que diablos estábamos festejando en realidad?

¿Dónde estaban los que se habían llevado mi mundo, los que me habían condenado tras un fusil siete terribles años?

¿Dónde estaba el enemigo humillado, dónde sus ciudades en llamas?

¿Qué clase de victoria era esa que no parecía estar derrotando a nadie?

¿Se había ganado algo además de pérdidas y renuncias?

¿Podía aquel largo acto de horror terminar así, como quien aprieta un botón y ya? ¿Cómo conseguía uno tragarse eso allí, rodeado de pastos y bichos?

Más allá de ese cóctel de borrachera y estupidez filosófica, en el mundo real, la paz estaba salvando, en ese preciso instante, miles vidas de un holocausto inútil. Veinticuatro millones de víctimas es un precio bastante alto por la supervivencia de una nación. No hacía falta ni un sólo muerto más. La paz traía una época diferente. Habría espacio para nuevos sueños y proyectos, habría más tiempo para volver a intentar mejorar el mundo, sin la interrupción de obuses o de bombas. Generaciones enteras de padres podrían ver crecer a sus hijos y, con un poco de suerte, los hijos conseguirían ver envejecer a sus padres. Todo era ganancia, al fin de cuentas.

Pero el alcohol tiene la mala costumbre de disolver los viejos tapones de las viejas heridas, haciendo que la amargura te salga por las orejas.

Tuve que reconocer que yo, el suboficial mayor Matheus Vinterjaüs, había entrado a la guerra por una cuestión totalmente personal y este final tan pulcro, tan de firmas y apretones de manos, no me satisfacía en lo más mínimo. “Se han rendido, joder,” repetía mentalmente una y otra vez, como un disco rayado, “se han rendido los muy cabrones, pero yo no lo he visto, no he visto una mierda de nada, malditas ratas, no me han dejado aplastarlas”.



Caminé en círculos profiriendo incoherencias hasta que la cabeza empezó a pesarme más que el cuerpo y tuve que dejarme caer sobre una caja de munición vacía.


Sentí también una especie de vergüenza estrujándome el alma, la lenta presión de una boa que sabes que no se detendrá. Tenía un rencor que me quemaba desde hacía mucho y eso era algo que me había roto y salvado a la vez, que había tenido mucho que ver con estar ahora allí, de pie. Estar absolutamente seguro de que lo menos humano de ti  fue lo que te ayudó a salvar el pellejo, le quita mucho encanto a la supervivencia.

Ya no pude más.

Hundí la cara entre mis manos y lloré en silencio; las lágrimas abrieron surcos de calor en mis mejillas.
En algún momento el dolor remitió y un inmenso vacío, un caerse por dentro hacia ninguna parte desplazó todo lo demás.

Siete años de coqueteo con la muerte y ahora la vida parecía tan amenazante, tan espantosamente llena de desconocidas posibilidades.

Lloré como si no importase nada más.
 
Entonces, cual ladrones, las palabras del poeta Djaal3 se colaron en mi mente hasta sonar como un timbal: “tú, que sólo sabes vivir en el infierno, ahora que el infierno se ha desaparecido ¿a dónde irás?”





4 Djaal, Gustaf (4755-4823): renombrado poeta al que se le atribuye la creación del movimiento “sensitivista”. Junto a Cannila Metre y a Pol Praüs formaron lo que hoy conocemos como “el triángulo de plata” de la poesía nacional.

 








lunes, 17 de septiembre de 2012

Bien, diversas desgracias me han mentenido alejado del sagrado vicio de la escritura...luego de esta pausa, decidi  reescribir la historia, ponerla en bloques de texto mas breves q faciliten la lectura en un formato web...espero que os guste y perdon por la ausencia...