La Patrulla del Infierno
Parte I
“Nuestra vida se cimenta en la
muerte de otros”
Leonardo Da Vinci
capítulo 1
La paz que nunca se firma
1
El
día en que nos avisaron que la guerra había terminado yo estaba
sentado sobre el chasis calcinado de un Huk-39
1,
viendo cómo mi cigarrillo se convertía en una larga tripa de
cenizas a punto de caer.
A mi derecha estaba Viggs, cabo primero de granaderos, rascando
minuciosamente el fondo de una lata de judías con carne y, un poco
más atrás, como una radio que se mantiene encendida sólo para
matar el silencio, estaba el alférez mayor Ajniöl, “El Orejas”,
contando no se qué de una chica rubia de alguna parte del sur.
Claudius P. Viggs era todo un personaje. En el regimiento sólo se le
conocían tres estados: durmiendo, disparando y comiendo.
Dormir
y disparar se le daban de maravilla. Yo mismo lo había visto roncar
a pierna suelta en pleno bombardeo y, en otra ocasión, como metía
un tiro limpio a través de una ventana a 25 metros con su
lanzagranadas LG4,
casi sin apuntar.
Pero en lo de comer era un verdadero prodigio. Su boca parecía estar
siempre masticando algo. Estoy convencido que de haberlo soltado en
la retaguardia enemiga los habría obligado a retroceder por falta de
suministros.
Anécdotas aparte, cuando las cosas se ponían feas, siempre
agradecías que Viggs estuviese en tu trinchera.
Dann
Ajniöl y yo nos habíamos conocido años atrás, cuando llegó al
frente sustituyendo a nuestro jefe de compañía, el teniente segundo
Millhan, muerto en el sitio de Joseffsburgo.
En esa época, la escasez de oficiales hacía que el Alto Mando
destinase a primera línea a todo el que sacaba un pié de la
academia militar, método que les aseguraba un billete de regreso a
casa con los pies por delante.
Inexpertos, totalmente desorientados, aquellos chiquillos no duraban
un suspiro en el frente. Así que una y otra y otra vez se repetía
la macabra ceremonia de rellenar las plazas con hombres y mujeres sin
la madurez militar necesaria para sobrevivir una semana.
A ese interminable proceso le llamábamos, afectuosamente, “la
moledora de carne”.
Los novatos eran sorprendidos por una brutalidad para la que ningún
aula puede prepararte. Llegaban al corazón de un caos que estaba
deseando comérselos y lo peor era que estaban solos. Porque nadie se
les acercaba demasiado, la tropa los consideraba un imán para las
balas y otras desgracias; la mayoría de veteranos apenas si les
hablaban, ni siquiera se molestaban en aprender sus nombres, se los
trataba como si hubiesen muerto nomás al llegar. ¿Para qué
molestarte en saber nada de alguien que en breves sería reemplazado
por otro rostro lívido, por otro par de ojos desorbitados?
Bastaba
con informar que el
o la nueva,
habían caído.
En el caso de Ajniöl, le había tocado bailar con la más fea. No
sólo estaba verde como una lechuga, sino que lo ponían a cargo de
la compañía con más bajas del regimiento, en medio de una de
las operaciones más sangrientas de la campaña de otoño. Si nadie
le echaba una mano, sus expectativas de supervivencia podían medirse
en horas. Cualquier soldado dirá que el plato favorito de la guerra
son los novatos.
Yo ya había visto lo que le pasaba a otras compañías con un
oficial imberbe a cargo y no me hacía ninguna gracia, así que tomé
una decisión práctica. En cuanto pude, lo llevé a un rincón
tranquilo y le dejé clara la situación.
Conseguimos llegar a un acuerdo: él se olvidaba de que era mi
superior y yo le enseñaba a mantenerse de una pieza y a no
arriesgar inútilmente la vida de sus hombres.
Mi apuesta resultó buena.
No tardó mucho en convertirse en un verdadero guerrero.
Poco a poco fui dejando el papel de niñera, hasta convertirnos en
grandes amigos.
1
Huk-39:
vehículo todo terreno de reconocimiento, ejército tzusbeko, de
cuatro ruedas, seis plazas y un emplazamiento para ametralladora en
el techo.