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Pero yo no era el único que estaba perdiendo la chaveta.
Flotaba en el aire un descontento generalizado, una profunda
sensación de aislamiento y abandono.
Cualquier sargento o suboficial que se precie, sabe que no hay
sentimiento más incendiario para un soldado que tener la convicción
de que su propio ejército se ha olvidado de él.
Así que llegamos a un acuerdo para alternar nuestra presencia en la
tienda de campaña de los mandos superiores, en busca de algún dato
con el que poder mejorar el ánimo de la tropa.
Lo único que conseguimos fue una frase monocorde, irritante como un
disco rayado: “estamos esperando órdenes”.
Al principio pensamos que nos escamoteaban la información, pero
luego empezamos a sospechar que ni ellos mismos tenían la más
remota idea de lo que pasaría con nuestra unidad.
Una aciaga mañana, Mishka, una fornida servidora de ametralladora
(le llamábamos “La Osa Mayor”), esperó a que pasase nuestro
comandante para soltar: “¡cómo me gustaría pillar al chupatintas
que un día pinchó un mapa con la banderita de nuestro regimiento y
nos mandó al mismísimo culo del mundo!”.
El comandante, que no era comandante porque le faltase mala leche, la
puso bajo arresto con efecto inmediato.
Dos polis militares aparecieron como por arte de magia para
detenerla.
Mishka era la una de las mujeres más jodidas que he conocido en toda
mi vida. Era capaz de disparar una ametralladora con una mano y
estrangular a un tío con la otra (de hecho algunos relatos lo
confirmarían). Dos veces condecorada con el Dragón de Bronce2.
Cuando los “PM” se acercaron, la pregunta que todos nos hicimos
fue “¿cuánto tardarán en morder el polvo?”.
Fueron necesarios tres “PM” más y todo porque la dulce Mishka
decidió que ya se había divertido lo suficiente, si no habría
continuado repartiendo guantazos toda la tarde.
“La Osa” acabó comiéndose 36 horas de calabozo.
A su salida la esperaron sus compañeros de escuadrón con
aprobatorias palmadas en la espalda. Mishka sonreía sin dejar de
morder ese puro que parecía una salchicha a medio devorar (ese puro
que nunca se apagaba ni se consumía y que, según una teoría, moría
cada noche para resucitar en la boca de “La Osa” a la mañana
siguiente) .
El comandante no presentó ningún expediente disciplinario, algo que
realmente se ganó nuestro respeto.
Definitivamente, todos queríamos descansar del combate.
Aquella mierda de guerra había durado más de lo humanamente
razonable... si es que puede vincularse algo humano y razonable a
cualquier guerra.
Pero el cambio había sido muy brusco, sin tener en cuenta para qué
estábamos hechos, para qué habíamos sido entrenados.
Sólo a un idiota podría ocurrísele sacar a dos batallones (algo
más de 2000 efectivos) del centro mismo del infierno y ponerlos
allí, sin otra cosa que rascarse y pensar. El cerebro humano no
funciona con esa velocidad de adaptación.
Éramos la élite de la infantería, éramos el 117º de fusileros
de Ulvengard.
Solía decirse que “donde un soldado normal moja sus pantalones,
un fusilero del 117º empieza a ponerse cachondo”.
Y allí estábamos, apostados en el medio de la nada.
Un simple paseo por ese campamento y te cruzabas con algunos de los
combatientes más decididos y feroces que nuestra tierra había
parido. Personas templadas en las situaciones más comprometidas,
que le habían ganado el pulso a la muerte, que lo habían dado todo porque
sabían que perder significaba el exterminio o la esclavitud.
Sin embargo, luego de dos meses de inactividad total, algunos de esos
guerreros y guerreras que habían brillado en la batalla, comenzaron
a pasearse con la mirada perdida y el gesto opaco, bamboleándose de
aquí para allá, como un león en una jaula del zoo.
Presas de la incertidumbre, muchos empezaron a desear volver al
combate.
Muchos habían pasado su adolescencia si conocer otra cosa que la
lucha, medrando entre cajas de munición y raciones de combate. Para
ellos, la idea de la diversión era un cigarrillo luego de haber
vuelto vivos de una patrulla.
Si hay algo más vergonzoso que una guerra es una guerra larga, y
esta lo había sido. Generaciones enteras habían sido devoradas o
mutiladas.
“Ojalá nos bombardearan o algo” escuché una mañana al salir
de la letrina. Al mirar hacia atrás vi un soldado de no más de 19
años. En su rostro llevaba el gesto del cansancio eterno, de una
vejez prematura enfundada en una piel sin arrugas.
No sería el último comentario de ese tipo que llegaría a mis
oídos.
Pronto los altercados empezaron a volverse más frecuentes. Habían
discusiones y peleas por casi cualquier estúpido motivo.
La moral estaba por los suelos.
2 Dragón de Bronce:
medalla al valor en combate, concretamente por “acciones decisivas
en la concreción de un objetivo militar bajo fuego enemigo, en clara
desventaja o poniendo en riesgo la propia vida”. Existe en su
versión Bronce, Plata
y Oro, dependiendo de
la característica de la acción o por acumulación de
condecoraciones anteriores, es decir, tres Dragones
de Bronce
determinan la asignación de un Dragón de
Plata, y dos de Plata
un Dragón de Oro. En
dos siglos de existencia de esta medalla, sólo se han entregado ocho
Dragones de Oro.