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viernes, 21 de mayo de 2010

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Pero yo no era el único que estaba perdiendo la chaveta.

Flotaba en el aire un descontento generalizado, una profunda sensación de aislamiento y abandono.

Cualquier sargento o suboficial que se precie, sabe que no hay sentimiento más incendiario para un soldado que tener la convicción de que su propio ejército se ha olvidado de él.

Así que llegamos a un acuerdo para alternar nuestra presencia en la tienda de campaña de los mandos superiores, en busca de algún dato con el que poder mejorar el ánimo de la tropa.

Lo único que conseguimos fue una frase monocorde, irritante como un disco rayado: “estamos esperando órdenes”.

Al principio pensamos que nos escamoteaban la información, pero luego empezamos a sospechar que ni ellos mismos tenían la más remota idea de lo que pasaría con nuestra unidad.



Una aciaga mañana, Mishka, una fornida servidora de ametralladora (le llamábamos “La Osa Mayor”), esperó a que pasase nuestro comandante para soltar: “¡cómo me gustaría pillar al chupatintas que un día pinchó un mapa con la banderita de nuestro regimiento y nos mandó al mismísimo culo del mundo!”.

El comandante, que no era comandante porque le faltase mala leche, la puso bajo arresto con efecto inmediato.

Dos polis militares aparecieron como por arte de magia para detenerla.

Mishka era la una de las mujeres más jodidas que he conocido en toda mi vida. Era capaz de disparar una ametralladora con una mano y estrangular a un tío con la otra (de hecho algunos relatos lo confirmarían). Dos veces condecorada con el Dragón de Bronce2.

Cuando los “PM” se acercaron, la pregunta que todos nos hicimos fue “¿cuánto tardarán en morder el polvo?”.

Fueron necesarios tres “PM” más y todo porque la dulce Mishka decidió que ya se había divertido lo suficiente, si no habría continuado repartiendo guantazos toda la tarde.

“La Osa” acabó comiéndose 36 horas de calabozo.

A su salida la esperaron sus compañeros de escuadrón con aprobatorias palmadas en la espalda. Mishka sonreía sin dejar de morder ese puro que parecía una salchicha a medio devorar (ese puro que nunca se apagaba ni se consumía y que, según una teoría, moría cada noche para resucitar en la boca de “La Osa” a la mañana siguiente) .

El comandante no presentó ningún expediente disciplinario, algo que realmente se ganó nuestro respeto.



Definitivamente, todos queríamos descansar del combate.

Aquella mierda de guerra había durado más de lo humanamente razonable... si es que puede vincularse algo humano y razonable a cualquier guerra.

Pero el cambio había sido muy brusco, sin tener en cuenta para qué estábamos hechos, para qué habíamos sido entrenados.

Sólo a un idiota podría ocurrísele sacar a dos batallones (algo más de 2000 efectivos) del centro mismo del infierno y ponerlos allí, sin otra cosa que rascarse y pensar. El cerebro humano no funciona con esa velocidad de adaptación.

Éramos la élite de la infantería, éramos el 117º de fusileros de Ulvengard.

Solía decirse que “donde un soldado normal moja sus pantalones, un fusilero del 117º empieza a ponerse cachondo”.

Y allí estábamos, apostados en el medio de la nada.



Un simple paseo por ese campamento y te cruzabas con algunos de los combatientes más decididos y feroces que nuestra tierra había parido. Personas templadas en las situaciones más comprometidas, que le habían ganado el pulso a la muerte, que lo habían dado todo porque sabían que perder significaba el exterminio o la esclavitud.

Sin embargo, luego de dos meses de inactividad total, algunos de esos guerreros y guerreras que habían brillado en la batalla, comenzaron a pasearse con la mirada perdida y el gesto opaco, bamboleándose de aquí para allá, como un león en una jaula del zoo.



Presas de la incertidumbre, muchos empezaron a desear volver al combate.

Muchos habían pasado su adolescencia si conocer otra cosa que la lucha, medrando entre cajas de munición y raciones de combate. Para ellos, la idea de la diversión era un cigarrillo luego de haber vuelto vivos de una patrulla.

Si hay algo más vergonzoso que una guerra es una guerra larga, y esta lo había sido. Generaciones enteras habían sido devoradas o mutiladas.

“Ojalá nos bombardearan o algo” escuché una mañana al salir de la letrina. Al mirar hacia atrás vi un soldado de no más de 19 años. En su rostro llevaba el gesto del cansancio eterno, de una vejez prematura enfundada en una piel sin arrugas.

No sería el último comentario de ese tipo que llegaría a mis oídos.

Pronto los altercados empezaron a volverse más frecuentes. Habían discusiones y peleas por casi cualquier estúpido motivo.

La moral estaba por los suelos.



2 Dragón de Bronce: medalla al valor en combate, concretamente por “acciones decisivas en la concreción de un objetivo militar bajo fuego enemigo, en clara desventaja o poniendo en riesgo la propia vida”. Existe en su versión Bronce, Plata y Oro, dependiendo de la característica de la acción o por acumulación de condecoraciones anteriores, es decir, tres Dragones de Bronce determinan la asignación de un Dragón de Plata, y dos de Plata un Dragón de Oro. En dos siglos de existencia de esta medalla, sólo se han entregado ocho Dragones de Oro.